La miré a los
ojos. Estaban apagados. Ya no veía en ellos el brillo que siempre tenían cuando
me buscaban.
Poco
después…se fue.
Ese sueño se
repetía casi cada noche desde entonces.
Me despertó
una sensación desagradable. Tenía la boca seca, adormecida y un repugnante
amargor, todo lo que era capaz de paladear. Intenté tragar saliva y tan solo
conseguí provocar unas agudas ganas de vomitar.
Fumaba de
nuevo, bebía en exceso. Era una consecuencia más del abandono en el que había
caído desde que la soledad era mi nueva y a menudo única compañera.
N dormía
todavía. Habíamos pasado juntos el fin de semana. De vez en cuando lo hacíamos.
Dos meses sin
follar era demasiado tiempo y decidí llamarla por si le apetecía volver a tener
un par de lúbricas noches de sexo,
lujuria…y alguna canción.
No era la
mujer de mi vida ni se le acercaba. Tampoco me gustaba demasiado. Ni siquiera
se lo hacía bien en la cama. Fría, sin iniciativa. Era el tipo de mujer que les
gusta a esos hombres que buscan la típica mujer-muñeca hinchable en la que
descargar unos centímetros cúbicos de semen cargado de frustraciones y reprimidos
deseos.
Bueno…nos
teníamos cariño y todo estaba claro entre los dos.
N se movía.
Susurró mi nombre mientras sus manos intentaban localizarme. Sus dedos llegaron
a mi cara, a mi boca. Mientras acariciaba mis labios, le mordí con fuerza los
dedos. Le gustaba. Se sentó en la cama. Nuestras miradas se cruzaron y vi un
intenso fulgor en sus ojos.
Un esforzado
“Te quiero” salió de su garganta para retumbar con fuerza en mis sienes durante
unos instantes. Te quiero, repetí y casi al mismo tiempo, unas horribles
nauseas me obligaron a abandonar apresuradamente la cama.
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