Pasaba el mediodía. El calor era insoportable incluso
dentro de la casa. Se acercó a la ventana. La tórrida temperatura exterior
mezclada con una deslumbrante luz, luchaba por abrirse paso a través de la
gruesa cortina.
Una tras otra, las gotas de sudor de su cara se
lanzaban al vacío, precipitándose contra el antiguo entarimado de madera. Tenía
miedo. Las últimas noticias no eran buenas, pero estaba convencida de que todo
saldría bien. Acudiría a la cita con esa seguridad.
El calor de sus brazos rodeándola la hizo volver a la
realidad.
-¿De verdad no quieres que te acompañe? Si finalmente
todo resulta ser como parece, me gustaría estar a tu lado.
-No, prefiero que te quedes. Quiero enfrentarme sola a
ello. Saber el ánimo y el empeño que voy a ser capaz de poner para afrontarlo.
Tuvo que hacer un esfuerzo para vocalizar con claridad
las últimas palabras. Se sintió desfallecer. Como siempre había ocurrido, la
empatía entre ambos se puso de manifiesto y la estrechó con más fuerza, sujetándola
e intentando transmitirle el apoyo y el cariño que ahora necesitaba.
-Se hace tarde, me tengo que ir.
Cogidos de la mano se acercaron a la puerta. El la
abrió y mirándola a los ojos, la beso
con dulzura.
-Estaré contigo. Recuérdalo.
Bajó deprisa. Salir al exterior fue como entrar en un
mundo onírico e irreal. El calor desprendido por el asfalto formaba una cortina
neblinosa que por momentos dificultaba la visión de las cosas.
La boca del Metro estaba al otro lado de la calle. Solo
el ruido y las luces del convoy que empezaba a acercarse desde la recóndita oscuridad
del túnel, consiguió sacarla de su abstracción y darse cuenta de que estaba en
el andén.
Se sentía a gusto en la profundidad del suburbano. Le
gustaban los olores, la diversidad, el ir y venir de la gente. Solo eran unas
cuantas estaciones y los nervios iban desapareciendo a medida que se acercaba
el desenlace y la respuesta a todas las dudas e intuiciones.
Pasó el tiempo mirando a sus compañeros de vagón. Escudriñando
sus caras. Intentando averiguar qué pasaba por sus cabezas. Buscando la
complicidad de alguno de ellos. Alguien que comprendiera como se sentía en ese
preciso instante. Nadie. Todos parecían estar tranquilos. Ni el más mínimo
atisbo de preocupación en su actitud.
Les envidiaba. Por un momento, una emoción parecida al
odio pasó como un vendaval por su cabeza. En silencio les gritaba desde su
interior. ¿Es posible que no veáis como me encuentro?
¿Por qué a mí?, se preguntó una vez más. Suspiró
profundamente e intentó serenarse. La siguiente parada era la suya. Se abrieron
las puertas y…
Estaba frente al número 49. Allí era. Tras unos
instantes de inmovilidad, dio unos pasos, entró y el mundo quedó atrás. Como si
estuviera pendiente de ella, la vida en él pareció detenerse mientras estuvo
allí adentro.
Fuera de nuevo, se dio cuenta de que todo era todo
mucho peor de lo previsible o imaginado. Durante el regreso de nuevo en el
metro y como si de un mantra interno se tratase, repetía una y otra vez: ¡no puede
ser, no puede ser!
Mientras se dirigía a la salida, cada escalón que subía
la reafirmaba más en la confianza de que de alguna manera, no pasaría mucho
tiempo en resolverse todo
satisfactoriamente.
Una vez en el exterior pareció entrar en éxtasis. Estaba
en un estado de insensibilidad total ante cualquier estimulo externo. Se
encaminó lentamente hacia su casa. Antes
de bajar el bordillo para cruzar la calle, miró hacia arriba buscando la
ventana de su habitación. Vio como él se asomaba apresuradamente. Levantó sus
brazos agitando las manos con energía. Un segundo antes de sentir el impacto
brutal de un enorme parachoques, escuchó como gritaba su nombre de forma
desgarrada. ¡¡ESPERANZA!!